-Tengo un montón de monedas así -los dedos se unen bailoteando bajo las narices del Piojoso mientras este recoge varias monedas, menudas como botones, de la barra y se las ofrece devuelta a su dueña.
-Ya, pero yo no quiero las de un céntimo. A mí no me las traigas.
-Un montón así -los dedos siguen su danza ajenos al gesto impaciente del de la barra-. Y alguna de euro también. Más de una. -Los dedos se separan y sólo queda uno inhiesto, erguido y desafiante-. Y de dos, tengo una de dos.
-Vale, mejor para ti.
-Ponme un café -dice de pronto y los dedos se precipitan en un puño mientras su propietaria echa un rápido vistazo asustado a su alrededor. Parece ser de pronto consciente del lugar en que se ha metido. Toma las monedas que le ofrece el de la barra.
-Un café con leche. Poco café. La leche tibia. Dos sobres de azúcar -telegrafía la mujer con rapidez y precisión.
La espalda del Piojoso se contrae y juraría que una gota de sudor traza un surco con meandros por su nuca. Retira la taza pequeña en que iba a preparar el café solo (un café es un café solo, afirmaría después, indignado) y coloca una grande.
-No mucho café, que no puedo. La leche tibia pero que no queme. -La mujer de edad indefinida, aunque dudo que cuente los cincuenta, habla rápido con un extraño deje que no acabo de situar.
-Ya, pero yo no quiero las de un céntimo. A mí no me las traigas.
-Un montón así -los dedos siguen su danza ajenos al gesto impaciente del de la barra-. Y alguna de euro también. Más de una. -Los dedos se separan y sólo queda uno inhiesto, erguido y desafiante-. Y de dos, tengo una de dos.
-Vale, mejor para ti.
-Ponme un café -dice de pronto y los dedos se precipitan en un puño mientras su propietaria echa un rápido vistazo asustado a su alrededor. Parece ser de pronto consciente del lugar en que se ha metido. Toma las monedas que le ofrece el de la barra.
-Un café con leche. Poco café. La leche tibia. Dos sobres de azúcar -telegrafía la mujer con rapidez y precisión.
La espalda del Piojoso se contrae y juraría que una gota de sudor traza un surco con meandros por su nuca. Retira la taza pequeña en que iba a preparar el café solo (un café es un café solo, afirmaría después, indignado) y coloca una grande.
-No mucho café, que no puedo. La leche tibia pero que no queme. -La mujer de edad indefinida, aunque dudo que cuente los cincuenta, habla rápido con un extraño deje que no acabo de situar.
Quizás sea un defecto en el habla, no sé. Echa constantes vistazos a la calle donde un perrillo, un chucho, aguarda paciente sin quitarle el ojo de encima.
-La leche tibia, que me puedo quemar -repite con las manos ahora inmóviles a los costados. Ojea con desconfianza la barra, la mugre es más evidente estos días en que el sol ya casi veraniego, desvirga las mañanas con mayor ímpetu.
-Que sí, mujer. -El Piojoso está claramente alterado, odia que rompan su rutina matinal de cafés, copas y carajillos.
-Que sí, mujer. -El Piojoso está claramente alterado, odia que rompan su rutina matinal de cafés, copas y carajillos.
La mujer se retuerce las manos sin quitar la vista del café que le preparan, creo que no se fía lo más mínimo del dueño de esas manos ligeramente temblorosas. Ella parece tener algún tipo de problema. No podría asegurarlo, quizás sea simplemente encontrarse en el Piojoso lo que la altera. Yo he visto hombres hechos y derechos abandonar el local a punto de llorar para no volver nunca más.
Cuando tiene el café delante, lo examina con los ojos entrecerrados, luego lo olisquea ante la mirada asombrada del Piojoso que no sabe si reír o llorar. Por último, lo tienta llevándolo a los labios. Acaba asintiendo con la cabeza y percibo que el Piojoso, muy a su pesar, suelta un suspiro aliviado.
La mujer ya no vuelve a abrir la boca para hablar. Se toma su café, entrega un billete de cinco (otro suspiro aliviado del Piojoso que aguardaba un montón de monedas como botones de camisa) y, con una mirada entre altanera y asustada a quienes con mayor o menor disimulo la observamos, se marcha.
-Esa no vuelve -comenta uno de los habituales. Los demás asienten.
Cuando tiene el café delante, lo examina con los ojos entrecerrados, luego lo olisquea ante la mirada asombrada del Piojoso que no sabe si reír o llorar. Por último, lo tienta llevándolo a los labios. Acaba asintiendo con la cabeza y percibo que el Piojoso, muy a su pesar, suelta un suspiro aliviado.
La mujer ya no vuelve a abrir la boca para hablar. Se toma su café, entrega un billete de cinco (otro suspiro aliviado del Piojoso que aguardaba un montón de monedas como botones de camisa) y, con una mirada entre altanera y asustada a quienes con mayor o menor disimulo la observamos, se marcha.
-Esa no vuelve -comenta uno de los habituales. Los demás asienten.
El Piojoso dice que mejor, que se vaya a dar por saco a otro lado. Pero es curioso, porque tiene las mejillas coloreadas y le brillan los ojos. Para mí que un poco de color no le desagrada en absoluto, por mucho que él crea que no.
Cuando salgo, la veo a lo lejos hablando con su perrillo. Mueve mucho las manos y el murmullo de lo que dice me alcanza pero es ininteligible. El perrillo se ha sentado en la acera y la observa con interés. Parece saber de qué va la cosa.
No, no creo que vuelva y bien que lo siento.
Cuando salgo, la veo a lo lejos hablando con su perrillo. Mueve mucho las manos y el murmullo de lo que dice me alcanza pero es ininteligible. El perrillo se ha sentado en la acera y la observa con interés. Parece saber de qué va la cosa.
No, no creo que vuelva y bien que lo siento.
Publicado el 17 de junio de 2009 en Letras para Soñar.
Yo tambien lo siento, me hubiera gustado saber un poco más de ella. Sin duda, un personaje interesante.
ResponderEliminarPues lo era, Mila, y además la veo muchas veces deambular por el barrio con su perrillo, pero no ha vuelto.
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