—Esta vez van en serio: no van a dejar fumar en ningún lado —y pega una fuerte calada al cigarrillo que lleva tumbado en el labio—. Al final nos tocará hacerlo a escondidas como cuando éramos críos. ¡Mierda país!
—Eso ya lo veremos—interviene el Piojoso enarbolando su propio cigarrillo a modo de florete—. Aquí la gente va a seguir fumando por mis cojones, y punto.
—Pues si te denuncian, te cae un multazo y hasta puede que te cierren el bar…
El Piojoso dispara la mirada bermeja hacia quien acaba de hablar.
— ¿Qué pasa? —pregunta arrastrando las palabras sobre gravilla—. ¿Se lo vas a decir tú?
El habitual, un jubilado rollizo y malencarado que casi nunca abre la boca y está deseando haber seguido así, agacha la cabeza.
—No, coño, solo decía que…
Normalmente, cuando arremete, el Piojoso se conforma con esos gimoteos, pero hoy no parece dispuesto a perder la presa. Me da que no ha pasado buena noche, las legañas que juguetean entre sus pestañas le delatan, y alguien va a pagar por eso. Pero interviene el Sabio, difícil que éste se calle cuando hay polémica de por medio, y la presunta víctima suspira aliviada mientras corre hacia la niebla de humos que pende al fondo del local.
—Lo que hay es mucha hipocresía —sentencia Ismael, el Sabio—. El puto gobierno que cada vez es más papá, venga a meterse con los que fumamos, pero se lleva sus buenos duros por cada paquete de tabaco. Y nada de prohibir que lo vendan. Sí, sí, mucho que fumar puede matar, pero ellos a seguir mojando en la sopa que si luego te da un cáncer, ellos ya te han avisado. A partir de ahí, te jodes.
—Pues lo que digo es que a mí no me dice nadie lo que puedo hacer en mi bar —salta el Piojoso—. Aquí se fuma y se fumará y que no venga nadie a tocarme los cojones.
Casi todos cabeceamos asintiendo mientras nos llevamos las manos al pecho: el que más o el que menos tiene una tos de esas que llaman cavernosa y que asusta a los niños cuando la sueltas por la calle. Pero que no nos digan lo que tenemos que hacer.
—Eso ya lo veremos—interviene el Piojoso enarbolando su propio cigarrillo a modo de florete—. Aquí la gente va a seguir fumando por mis cojones, y punto.
—Pues si te denuncian, te cae un multazo y hasta puede que te cierren el bar…
El Piojoso dispara la mirada bermeja hacia quien acaba de hablar.
— ¿Qué pasa? —pregunta arrastrando las palabras sobre gravilla—. ¿Se lo vas a decir tú?
El habitual, un jubilado rollizo y malencarado que casi nunca abre la boca y está deseando haber seguido así, agacha la cabeza.
—No, coño, solo decía que…
Normalmente, cuando arremete, el Piojoso se conforma con esos gimoteos, pero hoy no parece dispuesto a perder la presa. Me da que no ha pasado buena noche, las legañas que juguetean entre sus pestañas le delatan, y alguien va a pagar por eso. Pero interviene el Sabio, difícil que éste se calle cuando hay polémica de por medio, y la presunta víctima suspira aliviada mientras corre hacia la niebla de humos que pende al fondo del local.
—Lo que hay es mucha hipocresía —sentencia Ismael, el Sabio—. El puto gobierno que cada vez es más papá, venga a meterse con los que fumamos, pero se lleva sus buenos duros por cada paquete de tabaco. Y nada de prohibir que lo vendan. Sí, sí, mucho que fumar puede matar, pero ellos a seguir mojando en la sopa que si luego te da un cáncer, ellos ya te han avisado. A partir de ahí, te jodes.
—Pues lo que digo es que a mí no me dice nadie lo que puedo hacer en mi bar —salta el Piojoso—. Aquí se fuma y se fumará y que no venga nadie a tocarme los cojones.
Casi todos cabeceamos asintiendo mientras nos llevamos las manos al pecho: el que más o el que menos tiene una tos de esas que llaman cavernosa y que asusta a los niños cuando la sueltas por la calle. Pero que no nos digan lo que tenemos que hacer.
—¡Eh! —me grita una vocecita en la cabeza— ¡Que tú ya no fumas!
El Sabio se envalentona. Vernos a todos pendientes, le pone. Eso sí, él a su bola.
—Pues hay más sobre esto del tabaco. ¿Sabéis lo que me dijo el médico el otro día? —Se detiene teatralmente mirando a su alrededor. Luego levanta dos dedos—. Uno: que dejara de fumar. Cosa que no pienso dejar de hacer y se lo dije bien clarito. —Lo subraya metiéndole fuego a un Ducados—. Y dos: esto no os la vais a creer. Coge el tío y, mirándome fijamente después de decirle que el tabaco no lo dejo, va y me suelta: Le comprendo perfectamente, porque el problema real no es el tabaco. ¿Sabe usted, Sr. Repollo, cuál es el problema de…?
—¿Sr. Repollo? ¿Quién coño es el Sr. Repollo? —interrumpe el Piojoso.
—Coño, pues yo —declara muy ufano el Sabio—. El médico se llama Rodríguez o Ramírez o …
La carcajada general troncha la frase. Carajillos y cafés riegan en aspersión la barra y las mesas. El Sabio frunce el ceño como si no comprendiera qué ocurre e intenta seguir.
—Si solo fumáramos tabaco, no… —Imposible, las risas han degenerado en esa riada incontenible de comentarios sofocados con jadeos histéricos. Los rostros se giran con manos enmascarando las bocas. No hay nada que hacer: Ismael el Sabio está siendo objeto del mayor cachondeo que se recuerda en el Piojoso.
—Repollo —se oye por un lado y risas que lo corean.
—Cambia la O
— ¿La O?
—Por una A.
—Repa…
— Esa no, coño. La otra.
—¡Ah! Repo...
Y esa risa que remueve como un terremoto al que la suelta, se apodera de todos. Yo, visto el cariz casi sádico que está tomando el asunto, decido que lo mejor es largarme.
— ¿Y su señora cómo se llama?
Apuro el café no queriendo escuchar la respuesta a esa pregunta y salgo fuera donde aún tengo que detenerme para tomar aire y ventilar las carcajadas. En eso estoy cuando se abre la puerta a mis espaldas y una figura sombría pasa por mi lado refunfuñando.
—Lo que llevan los cigarrillos es lo que debería controlar el gobierno. Si fuera tabaco solo, no perjudicaría tanto, ni viciaría tanto. PANDAHIJOSDEPUTA.
Y no sé si se refiere al gobierno o a los de dentro. A través de la puerta se cuelan comentarios hirientes que le hacen medio volverse y entonces se fija en mí. Ismael, el Sabio, aprieta la mandíbula, observándome. Yo enarco las cejas y ladeo la cabeza queriendo ofrecerle mi simpatía,
— ¡Putos ignorantes! —exclama al fin y se larga calle abajo con un cabreo monumental.
A mí aún me dura la sonrisa un buen rato, pero se me acaba pasando cuando de pronto me asaltan unas ganas terribles de fumar. Las echo a un lado indignado. Llevo ocho meses sin fumar no voy a caer ahora… ¡Uf! Un cafetito con un pitillo… No, ni hablar. NI HABLAR.
Joder, ¿qué coño le meterán al tabaco?
Entrada publicada por primera vez el uno de diciembre del 2009 en este blog.
Buen humo el del Piojoso. Tenía ganas de volver a él...
ResponderEliminarIsmael Repollo, sí señor.
Era el Dani, por cierto, el anónimo de la anterior entrada...
ResponderEliminarAlgo le meterán, porque la adicción no aparece de la nada. Un placer paladear nuevas historias en este spin off.
ResponderEliminarMuuuchas felicidades por esos ocho meses sin fumar. Te dije que lo conseguirías, solo es proponérselo, desearlo de verdad.
ResponderEliminar¡Bien!, ya tenemos nuevas entradas del Piojoso. Cuidado con él, que se va a convertir en un impedimento para mantenerte lejos del tabaco.
Lo del tabaco es algo increible, lo que pasa es que es más sencillo meterse con el consumidor (que es un adicto) que con la industria tabaquera, creadora de la adicción, a la que deberían exigir transparencia y responsabilidad por la mierda que le meten en el tabaco... Sí, sigo echando de menos el tabaco de los cojo...:-(
ResponderEliminarY qué le pondrán al vino?
ResponderEliminary a la cerveza?
...