—A veces me entran ganas de dejarlo todo atrás y salir a caminar. Pero no por una carretera. Me gustaría que fuera un sendero sin asfaltar, todo polvoriento, pero sin muchas vueltas y revueltas. Prefiero que apunte al horizonte como una flecha y que enfile hacia la puesta de sol. Y a los lados del camino, campos de trigo y cebada con amapolas entre las espigas. Y de tanto en tanto una arboleda, unos cuantos chopos o álamos, pero nada de bosques. Y alguna que otra colina con romero, espliego, brezo, lavanda y tomillo. Y tendría que ser primavera, una suave y cálida con chaparrones. Nada serio, lo justo para refrescar el ambiente y que todo se mantuviera verde.
Y cuando me apeteciera, subiría a una de las colinas y podría ver el mar a lo lejos. Un mar en calma o, como mucho, con olas rizando espuma con parsimonia.
Y cada anochecer llegaría a un pueblo pequeño en el que habría una plaza con un gran árbol en el centro: un roble, una encina o algo por el estilo. También habría un bar para cenar y tomarme algunas copas mientras charlo con los lugareños o echo una partida al tute o al dominó. Luego alguien me ofrecería alojamiento para pasar la noche y yo aceptaría. Al día siguiente, cuando rompiera el sol por levante, ya estaría de nuevo en camino. Y así un día tras otro sin mayor preocupación que echar un pie tras el otro.
—Te aburrirías.
—¿De qué?
—¡Coño de qué! pues de hacer siempre lo mismo, Paco.
—¿Y que crees que hago ahora, listo? ¿Y vosotros? Todos los putos días lo mismo y no os veo muy divertidos.
El Piojoso da una profunda calada al cigarrillo que acaba de prender.
—Venga, no me pongáis esas caras. Era una coña, ¿qué iba yo a hacer sin vosotros? Vamos con los cafés.
Y el repique de tazas y copas son el único sonido que se oye en el bar hasta que me marcho.
Fuera hace frío y huele a lluvia. Compro el periódico y me voy a casa pensando en cómo seria el camino que yo elegiría.
El día se presenta lleno de grises.
Y cuando me apeteciera, subiría a una de las colinas y podría ver el mar a lo lejos. Un mar en calma o, como mucho, con olas rizando espuma con parsimonia.
Y cada anochecer llegaría a un pueblo pequeño en el que habría una plaza con un gran árbol en el centro: un roble, una encina o algo por el estilo. También habría un bar para cenar y tomarme algunas copas mientras charlo con los lugareños o echo una partida al tute o al dominó. Luego alguien me ofrecería alojamiento para pasar la noche y yo aceptaría. Al día siguiente, cuando rompiera el sol por levante, ya estaría de nuevo en camino. Y así un día tras otro sin mayor preocupación que echar un pie tras el otro.
—Te aburrirías.
—¿De qué?
—¡Coño de qué! pues de hacer siempre lo mismo, Paco.
—¿Y que crees que hago ahora, listo? ¿Y vosotros? Todos los putos días lo mismo y no os veo muy divertidos.
El Piojoso da una profunda calada al cigarrillo que acaba de prender.
—Venga, no me pongáis esas caras. Era una coña, ¿qué iba yo a hacer sin vosotros? Vamos con los cafés.
Y el repique de tazas y copas son el único sonido que se oye en el bar hasta que me marcho.
Fuera hace frío y huele a lluvia. Compro el periódico y me voy a casa pensando en cómo seria el camino que yo elegiría.
El día se presenta lleno de grises.